Sucede, en contadas pero ilustres
ocasiones, que podemos hallar primero la palabra y luego toda su significación.
Así, como si de una pincelada se tratara, encontré el vocablo perfecto para
ilustrar en el título de este artículo mi condición de joven de este siglo: la
generación exonerada.
Las palabras son frágiles
compañeras de ida y vuelta que a tientas vienen, te acercan y susurran un
secreto, o bien te desvelan un misterio a voces, y con la misma cautela, huyen,
te prestan la duda entre las manos con una ocasión vertiginosa para deshacer su
intriga en mil y una versiones distintas.
Al cabo de varios intentos la
propia conversación las sitúa allí, intactas, indemnes, como si la confusión de
sus lenguajes y sus perturbaciones no fueran en absoluto con ellas. Tal así es
el proceder del ser humano.
Cuando se exonera a alguien de su
esencia, no se le hace más enérgico o poderoso, sino más inofensivo, más
prescindible: esa persona de tierna orfandad que todos debemos acoger en
nuestra familia para después liberarla de nuestro peso. ¿Cómo, entonces, podríamos,-¡sacrilegio!-,
recibir con los brazos abiertos al hijo pródigo en nuestro cándido hogar?
¿Cómo podré transmitirle al hijo
pródigo que su voz y espíritu me irritan, si ha de cambiarlos para que nada de
mi cambie? ¿Cómo podré ofrecerle mi mano si prefiero soltar el lastre, detrás,
del fardo de miles de manos que lo empujan hacia el vacío, conducido él solo
por su propio vagar ciego? ¡Cómo unirme a su senda, si yo ya tracé la mía, y
sus líneas me conducen a la seguridad tácita de un pacto, sellado íntimamente,
contra su destino y frente a su destino!
Pues en la ética de las
sociedades que vivimos hoy día, y que
desafortunadamente se transcribe en una conducta laboral cada vez más gregaria
y venenosa, el líder no es el que sabe unir, sino separar las debilidades de un
grupo y enfrentarlas para aislar al nuevo, al extraño. Su camino, una vez separado
del resto, es desterrado al silencio, precipitándolo a su extinción.
Quien bien conoce dónde comienza
su deber conoce dónde termina el del resto. Exonerados de nuestra virtud, todos
nosotros, jóvenes del siglo XXI, somos hijos legítimos de la sociedad del
bienestar, e hijos pródigos de la crisis. Todos. Nuestro dharma terminó con la censura de sus propias libertades, con la
aceptación cómplice de sus limitaciones, manejada tantas veces en pequeños
cenáculos de control y poder. Cumplir este dharma
de exonerados lleva a su misma anulación.
Y ese deber nuestro da un último
giro movido por la felonía que nos condecora con un futuro nulo, inmerecido. Un porvenir circunspecto,
el mundo adulto en su ocaso más vacío: esta es la recompensa para saciar el
viejo principio que somete los primogénitos a la voluntad de sus tutores. Para
dejarle paso a ellos, legión del silencio.
Pero ya es demasiado tarde: las
palabras me devuelven por escrito gritos mucho más feroces.
Quien tenga oídos para oír, que
oiga.
11 de Julio de 2013